Daniel Arturo Guerrero
Recuerdo muy bien el día que Hugo
llegó. Vivíamos en un coto que tenía todo un parque en la parte del centro. Por
supuesto que había quien se encargaba de atenderlo: un equipo de tres
jardineros, bien uniformados y –dentro de lo que cabe- discretos. Aún así, éste
peculiar individuo: mudo, de piel oscura, delgado en extremo y pocos dientes
tras los labios gruesos; se apareció una tarde y comenzó a barrer las hojas,
como parte de una labor “rutinaria”. No tardó en llamar la atención.
Al
poco tiempo –y a pesar de no poder hablar- expresó su situación. Además de
extraño, Hugo no tenía casa, ni dinero, sólo sus utensilios de jardinería y la
lástima como protectora. Se acordó darle trabajo, pagándole el mínimo y
permitirle dormir en la bodega. Yo dudé de él en el primer momento que lo vi,
desde que barrió las hojas; solitario y con esa inquietante sonrisa que a lo
lejos se puede notar, presumiendo el par de dientes y unos ojos amarillentos.
Por suerte nos mudábamos, en menos de tres meses ya no tendría que lidiar con
su oscura presencia, y no lo digo por el color de piel.
Hugo
–de quien habrá que decir, supusimos tal nombre, pues lo tenía tatuado en el
brazo; no contaba con ningún tipo de identificación-, se hizo popular entre los
inquilinos gracias a la calidad de su trabajo. Lo que sea de cada quien. Pero
esa sonrisa chimuela y esos ojos amarillos me ponían nervioso, procuraba
apartar la mirada cuando se encontraba cerca de la casa.
Una
noche mis sospechas ganaron peso, aunque no de la manera que yo hubiese
querido. El perro de la familia Moreno desapareció. Yo de inmediato pensé en
Hugo, ya sabes, por lógica, ¿quién más podría ser el culpable si no el recién
llegado? Pronto todo se llenó de anuncios con la foto del perro y visitas
incómodas que pedían información. De entre lo que cabe, algunos sí nos dimos a
la tarea de buscar al animalito. Y lo encontré, muerto, mal enterrado en el
jardín de la familia Aguilar. Estaba seguro que Hugo lo había hecho, no el
enterrarlo, sino el haberlo matado y mal cubrirlo de tierra. Podía hasta
jurarlo; pero nadie me hizo caso. Además de que, al ser mudo, Hugo no pudo ni
deslindarse, ni declararse culpable. Lo que sí, mantenía la sonrisa que
evidenciaba los huecos en la dentadura y resaltaba los ojos. ¿Qué más
necesitaban como prueba? El sólo verlo era suficiente.
Faltaba
un mes para la mudanza y respecto a Hugo, sólo yo seguía en pie de lucha, pero
ni en mi casa me apoyaban. Mi mamá hasta me acusó de racista. En mi defensa
diré que a la mañana siguiente, varios vecinos estaban reunidos afuera de la
casa. Esperaban más audiencia. Resulta que de un día para otro, todos habían
perdido a sus mascotas. Fue mi momento, por alguna razón nadie hacía por
mencionar a Hugo, así que lo hice y fuimos a buscarlo. Lo encontramos en el
inmenso jardín, a mano limpiaba una a una las hojas de un árbol. Tras escuchar
la acusación, Hugo sonrió de nuevo –y más de uno se sintió aturdido; el ímpetu
disminuyó un poco-. Uno de los jardineros salió en su defensa. No fue
suficiente, pues otro nos dio el aviso que esperábamos, habían encontrado a las
mascotas pérdidas.
Todas
yacían mal enterradas en el lado opuesto del jardín, bajo pequeños montículos
de tierra y pasto: perros, gatos y algunos canarios. Hasta la tarántula de
Jaime –el menor de los Rivera-. Como no hubo manera de culpar a Hugo, lo mucho
que logramos fue despedirlo. Pero cuando intentamos correrlo se rehusó;
aferrándose a la pala permaneció inmóvil, con la sonrisa desaparecida y el
sudor corriéndole por su oscura piel. No pudimos moverlo, así que lo dejamos
ahí.
A
la mañana siguiente, de nuevo los vecinos esperaban. La cosa se puso fea. El
señor Maldonado tuvo un percance –por así decirlo-. Creyó que alguien se había
metido a robar. Entonces la experiencia de un añejo secuestro se mezcló con el
terror de ver a su familia afectada, así que bajó a la cocina, tomó un cuchillo
y defendió a sus seres queridos. Hugo terminó al fondo de las escaleras, con la
espalda agujereada, la sonrisa en los labios, sus ojos amarillos abiertos, más
redondos que nunca, y una bolsa negra con sus utensilios de jardinería. Dios
sabe qué intenciones tenía, lo que sí, su cuerpo pronto comenzó a despedir
olores fétidos que invadieron el lugar y el coto, aún lo tengo en mi memoria.
Nadie
culpó de homicida al señor Maldonado, pero el hecho de tener un cadáver en la
sala complicaba las cosas. Los jardineros propusieron enterrarlo, ahí junto a
las mascotas muertas. Sé lo estúpido que suena, pero en ese momento no nos
pareció así, al contrario lo vimos como la mejor opción. Yo no quise ayudar,
sea lo que sea, los nervios nunca me lo hubieran permitido, ni siquiera podía
acercármele, temía que despertase, que en realidad no estuviera muerto, verlo
sonriente de nuevo. No, del trabajo sucio que se encargue quien tenga estómago
fuerte. Dejamos que los jardineros lo hicieran.
Una
vez Hugo encontró sepultura –que debó decir, fue profunda y bien disfrazada por
un arbusto trasplantado-, recibimos con sorpresa la noticia de que nos quedábamos
sin personal para los jardines, todos decidieron renunciar. Alegaban sentirse “intranquilos”
y temían que el alma de Hugo viniera a perseguirlos. Los dejamos marchar, pero
bajo promesa de silencio, ahí el señor Ortega se encargó de las cuestiones
legales. En secreto le dijo a mi papá, que si nos traicionaban, él los haría
ver como los culpables y los encerraría de inmediato. No sería cosa difícil.
Finalmente
nos mudamos, llegó la hora y que mejor momento para hacerlo. La noche anterior
llovió mucho, yo digo que la tormenta –de alguna forma- fue quien desenterró a
Hugo y las mascotas, arrastrándolos por la corriente y ya después quién sabe, el
punto es que sólo quedaron las improvisadas sepulturas. Debe de haber sido eso. Por mi parte no quería estar más tiempo allí. Lo siento por los vecinos, y es que lo admito,
estoy más que nervioso; el que un cadáver y las mascotas hayan desaparecido… no
los sé, igual los jardineros volvieron y lo desenterraron, no quiero pensar en
ello. La señora Morales no fue de mucha ayuda, dijo que en la noche vio a un
individuo, delgado, parecido a Hugo, desenterrando los cuerpos. Yo no le creo,
la vieja siempre quiere llamar la atención, desde que se divorció no para de
andar inventando cosas. Los muertos sólo reviven en las películas y gracias a
virus extraños.
Ha
pasado una semana, se suponía que en ese periodo, el comprador de nuestra
antigua casa dejaría todo listo y se mudaría al coto. En lugar de ello ha
cancelado. Dijo llamarse Julián, ser viudo –a pesar de verse tan joven- y que
de ninguna manera compraría la casa, sin antes conocer a los jardineros. Mi
papá no supo bien a bien explicarle la situación, ignoraba si ya se habrían
contratado nuevos. Eso sí, le mencionó que los últimos fueron despedidos, según
eso por incompetentes.
-¿Alguno de ellos se llamaba Hugo?
La
pregunta no requirió respuesta por parte de mi papá, el silencio fue
suficiente. Entonces Julián decidió cancelar, se marchó y ya no contesta el
celular, mails… nada.
Pero
eso ya no importa, desde hace dos días no puedo dormir. Lo que pasa es que en
la casa de enfrente acaba de aparecer un sujeto que arregla el jardín, desde
temprano hasta la noche, limpiando una por una las rosas. Puedo jurarlo, aunque
no quiero, pero se parece mucho a Hugo, igual de escuálido y negro. No quiero
acercármele, no vaya ser que sonría y pueda ver su dentadura incompleta o esos
ojos amarillentos. Creo que mamá también lo ha visto y mi hermana igual, pero
no decimos nada. Incluso mi papá parece guardarse secretos. Por lo pronto,
comemos en silencio y prometimos no comprar ningún tipo de mascota, además de
tapar con concreto el jardín.